Por Antonio Muñoz Monge.

EL PROFESOR CAMINA POR LOS PORTALES DE LA PLAZA de armas rumbo al cercano local de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, donde es director de la Escuela de Teatro. Su diario trajín pasa inadvertido a los transeúntes de esa hora. Sin embargo, alguien espera nerviosamente a este delgado profesor foráneo, que viste eternamente de pantalón y casaca. Es el sastre Alejandro Pio Palomino, a quien su hijo Leonardo, que estudia en la Universidad, no para de hablarle sobre su profesor de teatro. No sólo lo admira, lo pondera y quiere, sino también se preocupa por su aparente vida solitaria.El sastre Palomino sentado frente a su máquina de coser o cortando telas sobre el gran mostrador, levanta constantemente la mirada, esperando poder saludar al profesor. Fueron semanas, meses interminables de espera, buscando una grata oportunidad. Desde hace cincuenta años trabaja en este taller que mira a la plaza de armas, donde el monumento ecuestre al Gran Mariscal de Ayacucho, José Antonio de Sucre, parece estar suspendido de una voluta de aire.

Fue un viernes, mediando las cinco de la tarde, cuando ambos personajes se saludaron estrechándose las manos. El sastre escudriñó el cercano rostro del profesor, agradeciéndole con su mirada bondadosa, y apenas con unas palabras en esa necesidad contenida, tanto necesitaba hablarle. Desde entonces, casi a diario los encuentros se sucedieron con familiaridad. Algunas veces, un café retinto o un buen pisco demoraron estas reuniones en medio de historias familiares, anécdotas del pueblo entre procesiones y carnavales y desde luego, la agitada vida universitaria. En muchas ocasiones, Leonardo, el hijo universitario, participaba feliz y orgulloso.

Conforme pasaba el tiempo, la intimidad se hizo más estrecha. Al profesor no sólo le esperaba el sastre Palomino, sino una silla colocada junto al mostrador para reiniciar la amable conversación. En esos repetidos encuentros, el sastre Palomino reparó que su amigo, el profesor, vestía con una eterna casaca verde oscuro, dos pantalones que se turnaban, uno de casimir y otro de corduroy. En la estima, amistad y admiración que sentía por el profesor, un secreto deseo fue naciendo en el sentimiento escondido del sastre Palomino: confeccionarle un terno, el mejor terno que haya salido de sus manos. Pero, como decirle al profesor sin ofenderlo, sin tocar su sencillo y parco orgullo. La preocupación sobre este deseo ocupó sus días y noches. De pronto se despertaba en las madrugadas crepusculares al ritmo de robles, en el vuelo de sesenta campanarios de iglesias, templos, capillas, parroquias, conventos, basílicas, ofreciéndose hablar de una vez por todas con el profesor. Consultó con su esposa, con sus hijos, con “Layqa”, su perro que le esperaba a diario en la puerta de su casa, puntualmente a la hora del almuerzo. Todos estuvieron de acuerdo. Leonardo, el universitario, fue el más entusiasta y le agradeció a su padre con un abrazo y un beso en la mejilla.

Fue en una alegre reunión por Año Nuevo, en medio de brindis largos con cerveza, cuando el sastre Palomino soltó su secreto que ya le carcomía el pecho. En un aparte, tomando del brazo al profesor, le suplicó: Es mi gran deseo profesor, así como usted se siente orgulloso de lo que enseña en la Universidad, sobre teatro, así también, mi gran orgullo son los ternos que confecciono, por eso quiero regalarle lo mejor, lo único que sé hacer y que salen con amor de estas manos, enseñándole sus trajinadas manos que habían cosido miles de ternos.
Profesor, por favor, le suplico por mí y mi familia, por su alumno Leonardo que tanto le quiere, que acepte y me permita hacerle un terno, estoy seguro, el mejor de toda mi vida, no puede decirnos que no.

Don Alejandro Pio Palomino le miró a los ojos, anhelante, esperando la respuesta. La aceptación se selló con un abrazo y repetidos brindis. Pocos días después, en medio de la acostumbrada conversación en su taller, el sastre Palomino sacaba su centímetro, la tiza de marcar, su escuadra y se colocaba graciosamente orgulloso los alfileres en sus labios, para medir el talle del profesor, tarareando feliz un huaynito. Luego de revisar todas las revistas de figurines, con modelos de ternos, se quedaron con uno que estaba entre el tipo tradicional y moderno, no muy cruzado el saco y con tres grandes botones a pedido del profesor. Las minuciosas pruebas duraron cerca de un mes. La confección del terno merecía toda la preocupación del sastre Palomino, que gozoso se explayaba en los detalles de la hechura. Por fin a mediados del mes el terno estuvo listo. El orgullo profesional era compartido por familiares y amigos. Este final feliz había que celebrarlo. Qué mejor que un almuerzo con cuyes, chicharrones, puca picante, japchi, choclos, papas, abundante cerveza y vino huantino de la familia…

Llegó el día del almuerzo, y claro está, de vestir al profesor con su reluciente terno azul marino. La alegría fue desbordante. El ambiente se llenó de sinceras y emocionadas palabras, huaynos, guitarras, baile, efusivos y repetidos brindis. El profesor y el terno eran los personajes. El profesor parecía un modelo, un figurín en su cómoda elegancia. Entrada la noche todavía se seguía cantando y bailando. Emocionado y agradecido, recordando a su lejano pueblo en la nostalgia de los tragos, cuando el campanario de la catedral daba la una de la madrugada, el profesor terminó de despedirse ya en la puerta de la casa del sastre Alejandro Pio Palomino, con un abrazo de agradecimiento, con el ofrecimiento de una amistad eterna y con una nueva y agradable emoción que le arrancó algunas lágrimas. “estoy llorando”, se dijo contento, enjugándose disimuladamente.

El profesor caminaba tarareando un alegre huayno por las calles huamanguinas, cerca de Puca Cruz, en dirección a su cercana casa, cuando una comparsa carnavalesca de profesores y alumnos de la Universidad, con guitarras, charangos, mandolinas, ingresaban por el jirón 28 de Julio, en el preciso momento en que el profesor alcazaba la vereda. Fue verlo y gritarle al unísono: ¡Profesor Acuña!, ¡Profesor Acuña!, abrazándole en medio de un bosque de serpentinas y el laberinto de talcos, betún y agua. Cuando quiso reaccionar ya estaba en medio de la comparsa bailando y cantando: “Huamangina religiosa/ no me lleves a la misa/ mejor vamos a Huatatas/ a bañarnos jala siqui…

El cielo estrellado y la luz de la luna acompañaron a la comparsa hasta el amanecer por las calles de Huamanga que canturreaban en eco los huaynos del carnaval.
Siguieron bailando, cantando, visitando los barrios y alguna casa amiga. Después de un caldo de gallina de corral, servido en el mercado, para recomponer cuerpos, ya sobre la media mañana y sin haber ni siquiera pestañeado, la comparsa recuerda que para hoy día el sastre Alejandro Pío Palomino ofrece en su casa una “yunsa”, un “tumbamonte” al que están invitados. Tienen fama sus prestigiados tumbamontes, ricamente vestidos de globos, serpentinas, regalos. Además, es costumbre de don Alejandro contratar la mejor orquesta de músicos.
Ante la puerta de la casa del jirón Cangallo, de techo de tejas que luce una hermosa cruz de hojalata y una iglesita de arcilla del cercano pueblo de ceramistas de Quinua, la comparsa canta zapateando: “Aquí viene carnavales,/ los casados a su casa,/ los solteros a la calle…
Se abre el gran portón pintado de verdee y allá dentro en el patio, un frondoso árbol de guindo, adornado de serpentinas, globos, frutas, sombreros, chalecos, es sacudido por la música y la cantarina carcajada de los invitados.

La comparsa no ha terminado de ingresar, cuando la voz del sastre Palomino vuela por los aires como un latigazo, deteniendo la música y la alegría. De inmediato, ahora con la voz quebrada, irreconocible, pide a su esposa que está a su lado, le traiga la tijera grande que guarda en su taller familiar. Armada de los aceros, se abre paso entre los alelados fiesteros y se acerca al flaco profesor que parece un espantapájaros. Le coge de la manga del saco y corta, en silencio sepulcral, botones, solapas, pecheras, bolsillos, fundillo, botapies. Moviendo los labios nerviosamente deja caer al oído del pálido actor unas silenciosas palabras casi en secreto, que se escuchan como vuelo de moscardones: “Retírese antes de que me desgracie, ha ofendido a mi familia y a mí, yo que creía ciegamente en usted, fue el mejor de los ternos que ha salido de estas manos, con tanto amor, váyase por favor carajo, no quiero volverlo a ver, fuera de esta casa”.

Por las calles de sol de Huamanga, un andrajoso personaje camina pesadamente con los brazos caídos, vencidos. Desorientado intentaba buscar la sombra de su sombra, mientras a lo lejos el murmullo de voces y guitarras van perdiéndose como en un recuerdo. Parao a la puerta de su casa, Leonardo su alumno, lo mira alejarse con lágrimas en los ojos y no puede creer, lo cercano de la distancia.

(*) El presente relato forma parte del libro de cuentos La Casa de Mercedes, Editorial San Marcos, año 2004
Antonio Muñoz Monge. Nació en Pampas en la Provincia de Tayacaja, Huancavelica el año 1942. Estudió Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado numerosos libros de relatos: “Abrigo de esperanza” (1991), “El Patio de la otra casa” (1992), “Nos estamos quedando Solos” (1998) y “La Casa de Mercedes” (2004). En el 2007 publica su novela “Que nadie nos espere”. En poesía ha publicado “Banderola de lata” (2013). Desde el diario El Comercio nos ha llevado por los caminos de la rica e ilustrativa tradición andina, con los seudónimos “El Buscón” y “El Fugitivo”.

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